La Ruta del Sol Naciente

Cuando llegué a Tokio, se respiraba un aire de una ciudad en movimiento como si los edificios mismos se movieran animados por la muchedumbre que invadía las calles, las tiendas, los trenes.

Todo sorprendía, la impresionante vista desde el Mandarin Oriental, alojado en el piso 38 de la torre del Ala; los melones en la tienda Mitsukoshi (a 100 dólares la pieza); las panaderías; los restaurantes; las vitrinas con escaparates dignos de una galería de arte, la gente que dormía en los trenes y el metro.

En la noche, la ciudad brillaba como una joya planetaria. Los neones bailaban para desestabilizar los pasos; los inmensos casinos retumbaban con el ruido de las máquinas y ahogaban con espeso humo de cigarro; y sin embargo, las calles estaban impecables, limpias, sin un papel o una colilla de cigarro. La gente maravillosamente cortés, educada y alegre.

 

 

Tokio vanguardista

Tokio me conquistó a primera vista. Es una ciudad que gana en ser conocida, visitando sus museos, sus jardines, sus modernos edificios de diseño que desafí-
an al pasado; sus cafés, sus librerías.

En la noche descubría los bares, restaurantes o discotecas. En el día, la gente andaba de shopping o de un lado al otro o en sus trabajos. El mercado de pescado despertaba la ciudad con su tumulto ofreciendo las “cosas” más extrañas.

 

 

 

Tokio es intrigante dentro de su mundo de torres plantadas en diferentes barrios modernos e inmensamente ricos de vida, que surgen de entre las zonas de casas o de avenidas de tiendas y oficinas.

Los templos antiguos conservan sus tradiciones y las mujeres acuden con sus kimonos; el incienso emana de las grandes salas.

La gente corría a su manera, tomando el tiempo de encontrarse con los amigos e ir de compras para divertirse, o en los casinos para tratar de desafiar lo establecido y creer en la buena fortuna que no llega nunca.Hasta muy tarde la ciudad no dormía y embrujaba.

Las mujeres con ropa muy moderna, casi siempre con unas combinaciones de prendas muy extrañas, los hombres de traje gris oscuro, que parece el uniforme de las oficinas.
Me fascinó la ciudad, me hechizó, como si me arropara para levitarme y pasear por lo alto de sus torres y los túneles de su metro, de cenas en bares, de lujo en zonas populares.
Es un mundo excepcional de los turbulentos barrios de Sinjuku, Ueno, Shibuya (muy concurrido por los jóvenes para la diversión y muchos centros nocturnos y hoteles de paso); Marunouchi y sus jardines con el Four Seasons, Ginza, Nihonbashi donde está la Bolsa de Valores; visité los jardines del Palacio Imperial, me fui de compras a Nakamise y terminé mi estancia en Tokio agitado pero seducido por la gran capital.

 

Nagano, en las montañas

Con el Tren Bala (el Shingen) llegamos en dos horas a Nagano en las montañas, sede de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1998.

Descubrí su suntuoso templo de Zenko-Ji, que data del siglo VII, uno de los más antiguos de Japón, donde un pasillo oscuro conduce a la puerta que hay que tocar para la buena fortuna, y sobre todo, quería desde siempre conocer esos monos que se relajan en una piscina de agua termal en medio de un hermoso bosque nevado. Y los vi y admiré.

 

 

 

 

 

Son intrigantes con su cuerpo flaco por el pelo mojado y su carita esponjada, remojándose en el agua. Afuera del agua, la nieve cubría las laderas y la cascada se había congelado.

 

Nagoya, ciudad tremulante

El Shingen nos llevó esta vez a Nagoya, una moderna ciudad tremulante donde la gente que paseaba por las calles hacía vibrar los edificios de estilo futurista. Sin embargo, es una ciudad súper limpia y tradicional que seduce por su estilo futurista. Fui a visitar el Palacio de Inuyama que domina el río, uno de los más antiguos e intactos del país. El pueblo es famoso por sus títeres de madera de fina talla y trajes tradicionales ancestrales.

 

 

 

 

Kioto moderno

Al llegar a la ciudad, me asusté un poco de ver tanto tráfico, lo moderno de los edificios, el tumulto de la capital de los jardines.

Me hospedé en un Ryokan, el hotel tradicional donde se instalan los colchones en el suelo en la noche y existe una mesita para tomar su té sentado en el piso. Aunque éste es muy duro, se logra conseguir un sueño muy reparador al estilo japonés, con un buen descanso para la espalda.

El jardín era precioso, con su estanque habitado por inmensas carpas Koi, donde las lámparas de piedra alumbraban el escenario lleno de romanticismo japonés.
El dueño era un encanto y me enseñó las reglas del Ryokan como quitarse los zapatos antes de entrar, usar las pantuflas, saludar discretamente a los otros huéspedes del Ryokan y usar el Onsen o baño público.

Eso fue un gran descubrimiento, donde se remoja uno en las piscinas de aguas termales después de haber tomado una ducha, siempre sentado en un banquito, nunca parado de pie.
Era un momento de relajación poderoso, la mente se me fue en meditación, el cuerpo se sumergía en el agua tibia para relajar todo el estrés. La gente, siempre separados los hombres de las mujeres, no platicaban, dejaban su mente vagar por los caminos de un budismo paralelo o un nirvana creado para ellos.

Me pasé seis días caminando por los templos, jardines y palacios de Kioto; los callejones con sorpresas, los restaurantes exquisitos, las calles de las casas de té y viendo Geishas que andaban por los callejones.

Caminé por debajo de los cerezos en flor a lo largo de los canales o ríos, hasta atiborrar mi mente de imágenes llenas de poesías y mis pasos me llevaron a conocer los lugares más encantadores de la ciudad, además de los barrios más modernos con rascacielos que desafían el equilibrismo.

 

 

 

 

 

 

Palacios y fortalezas

Descubrí el Palacio Real con sus jardines Zen, donde la grava vive al ritmo del trabajo del jardinero que la peina y los estanques se animaban con las carpas que miraban los elegantes edificios ricamente decorados y sobrios a la vez.

Al igual que el Palacio Fortaleza de Nijojomae con su muralla rodeada por agua y sus salones adornados de pinturas al gusto de los japoneses que me gustan, me fascinó.
Los templos ofrecían cada uno su encanto con su propio estilo, muy diferente uno del otro: El Golden Temple Kinkaku-Ji (con su maravilloso pabellón en medio de un lago de sueño), Shôko-in con sus jardines, Yentsû-Ji, Higashi Hongan-Ji, Honkoku-Ji, con su vista insuperable, Nishi Otani Betsuin, Yamashiro Kokubun-Ji, Nishikejo Hieijocho, Ushitoracho, etcétera.
El Barrio de Guion nos llevó por el pasado y al pie de la colina caminé a lo largo del río que corre bajo los cerezos.

Por el Templo de Shugakein Kitafukecho y en el cual caían los pétalos hasta llegar al Templo de Shugakuin Ishikakecho y su hermoso barrio, donde se alojaba mi Ryokan.
También descubrí uno de los más viejos cerezos del país cuyos pétalos volaban con el aire y los templos de Higashiyama, que acogen a los visitantes que pasean por los callejones de la zona.

Me fascinó Kyoto, una ciudad a la medida del hombre, con sus canales donde se reflejaban los cerezos, su vida social intensa y auténtica, sus exquisitos restaurantes, su gente amable, muy diferente de los de Tokio, con un aire de provincia y los edificios modernos que se reflejan en el pasado.

 

Nara, lugar sagrado

A poca distancia en tren de Kyoto, alcancé Nara, uno de los lugares más sagrados de Japón con su Templo de Todaiji, alojado en medio del bosque donde pasean los venados con calma y serenidad.

El templo guarda uno de los Budas más hermosos y que todos vienen a venerar llamado Daibutsu Den y las figuras que lo rodean son gigantescas e impresionan-
tes. El pueblo es encantador, vibrante alrededor de sus estanques, animado por la gente que vive a su ritmo de pueblo sagrado.

 

 

 

 

 

 

Koya San, paz interna

Después de tomar el tren, otro más chico y que parecía de juguete, finalmente alcancé el teleférico para llegar a Koya San, un pueblo alojado en la cima de una montaña a 800 metros de altura sin hotel, por lo que me tuve que hospedar en un monasterio.

Es el lugar sagrado del budismo Shingon, que llegó a Japón con el Bonze Kûkai, quien después de enseñar se retiró en un monasterio en medio de un fastuoso bosque de pinos enormes.

Después de meditar durante más de 30 años, en los cuales sus seguidores checaban si respiraba, un día dejó de vivir y en el bosque lo enterraron creando ese lugar sagrado.

La gente empezó a construir sus tumbas y ahora el bosque impresiona por su quietud, su misticismo, su humedad, que permite dejar crecer el musgo sobre los monumentos mortuorios y las figuras de Buda.

El templo se llena de linternas que brillan y atravesaba yo ese escenario de fantasía como un ángel atraviesa los pasillos del paraíso.

En el monasterio tenía que seguir la vida de los monjes, comer con ellos en el suelo, asistir a los rezos en la noche y en la madrugada y fue una experiencia muy serena, saludable y que me llenó el alma. Visitando los otros templos y monasterios.

 

Shirahama, acantilados

Para descubrir la costa oriental de la región de Wakayama me aventuré (en tren) hasta llegar a los famosos acantilados de Shirahama, que brillan en el atardecer.

Es una playa muy concurrida durante el verano y donde han hecho una playa de arena blanca traída desde la barrera de coral de Australia.

Las aguas termales brotan de la tierra y los Onsen son famosos para curar y relajarse, la comida es exquisita y fue un momento de gozar un poco del tiempo libre y del bienestar

 

Himeji, la ciudad del futuro

Siempre con el tren, alcancé, con unos cambios vertiginosos en Nagoya, la ciudad del futuro, del mundo al revés y donde los edificios compiten en belleza o fealdad, a la ciudad de Himeji, una ciudad moderna que guarda uno de los castillos antiguos más grandes y mejor conservados de Japón.

Nunca se me va a olvidar esa impresión de descubrirlo de noche encima de la colina, con ese jardín de cerezos en flor a sus pies, la gente paseando o haciendo picnic como si fuese una fiesta de la eterna primavera, celebrando la belleza de esos árboles que ofrecían su mejor vestido al mundo.

 

 

 

 

 

 

Al día siguiente, fue todo un espectáculo volver a verlos a la luz del día, vestidos de flores bancas, el castillo lucía orgulloso sobre su colina, con unos edificios de piedra a sus pies, unos templos elegantes, unos jardines fastuosos donde las carpas Koi animaban el agua y los pabellones se reflejaban en sus aguas tranquilas.

Me enamoré de Himeji y sus reflejos dentro de las ramas cubiertas de flores blancas con la alegría de la gente que gozaba del espectáculo sin preocuparse del tiempo.

 

Miyajima, isla encantada

El tren bala me llevó a Hiroshima y el tren del suburbio al desembarcadero donde tomé el ferrie para cruzar y llegar a la isla de Miyajima, la isla encantada de Japón.

Enseguida fui a ver la estupenda puerta anaranjada que se refleja en el mar a marea alta, una de las vistas más famosas del país, un tesoro del planeta.

Me quedé hasta que la luz desapareciera por la puerta alumbrada y me instalé en el elegante Ryokan Lwaso junto al río que corre desde la montaña, con sus elegantes cuartos y su delicada comida.

El pueblo es un verdadero jardín de cuentos, con sus calles muy animadas por las tiendas de recuerdos, de pasteles de maples, de restaurantes, en medio de unos jardines que adornan los templos, entre la montaña y el mar.

Los venados iban y venían como si fuesen los únicos habitantes y el templo frente a la puerta está montado sobre pilotes que viven al ritmo de las mareas. Es una vida dulce como sus pastelitos, integrada al paisaje, donde sentía el descanso invadir mis venas mientras meditaba.

El teleférico me subió a la cima para admirar la vista y me pasé el tiempo descubriendo las antiguas casas de madera, la puerta y la luz del día que jugaba con la marea. Me sedujo Miyajima, como un amante seduce a su nueva conquista y disfruté unos días de calma.

 

Hiroshima, renacida entre las cenizas

Ferrie y tranvía me llevaron al centro de Hiroshima, una nueva ciudad de bellas avenidas y modernos edificios, que ha renacido de sus cenizas después de la bomba atómica, una ciudad limpia con grandes avenidas y el edificio que sobrevivió a la bomba y marca ahora el memorial. Impresiona, desafía el mal sabor que marcó la estupidez del hombre y pone a pensar cómo el hombre pudo provocar un desastre tan grande y tan impresionante.

 

 

 

 

Beppu, sobre un volcán

El autobús me llevó a un puerto sureño, a la isla de Fukuoka, para después partir a Beppu, la ciudad que vive sobre un volcán y que deja escapar constantemente los vapores del agua que hierven debajo de sus edificios.

Existen zonas de vapor por toda la ciudad, zonas de salidas de azufre, y sobre todo los Onsen que surgen por toda la ciudad.

Son una delicia, un premio regalado por dioses satánicos para invitar a remojar el cuerpo en sus aguas termales que conquistan.

Fue una exquisitez, y con sus estanques que surgen en los jardines llenos de flores, me envolvió en una especie de paraíso donde el cuerpo se relaja para dejar la mente navegar. También se pueden visitar las grutas de Usuki con los Budas labrados en sus muros, de los más antiguos de Japón.

 

 

Tsuwano

El Tren Bala y el tren de campiña me llevaron a Tsuwano, el pueblo más sorprendente y encantador del país.

Sus callejones están adornados por canales donde corre el agua del río y donde lucen las más bellas carpas Koi que he visto en mi recorrido. Las casas son de madera, surgidas de otros tiempos y renté una bicicleta para recorrer el pueblo y llegar hasta el templo que domina en medio del bosque de pinos.

Recorriendo el campo podía ver cómo la gente vivía a gusto en sus humildes casas, me hacía amigo de ellos, comía en los restaurantes donde los dueños y yo nos podíamos comunicar por el idioma pero nos reíamos mucho. ¡Qué lugar más hermoso y saludable, sano para el alma y lleno de hermosura para los ojos!

 

Gotemba, al pie del Monte Fuji

Finalmente llegué a Gotemba, al pie del Monte Fuji y me alojé en un extraño hotel con centro comercial, restaurantes, teatro y sobre todo un extraordinario Onsen o Spa cuya alberca se alojaba en el jardín, con unos toneles cuyas aguas encerraban aromas de lavanda o de té limón. Fue una delicia.

Dicen que para ver el Fuji hay que levantarse temprano y tener mucha suerte pero que sólo se deja ver a ciertas personas. De repente en la madrugada algo me despertó, un verdadero impulso y al asomarme por la ventana lo vi, allí estaba, arrogante y elegante, amigable y distante.

Su punta salía de las nubes, sus pies se bañaban en la humedad de la madrugada y la luz alumbraba su cima nevada hasta que el sol lo pintara de rosa.
Era majestuoso y para siempre voy a tener grabada esa imagen que me llena el corazón. Al rato, la nube subió y la cima nevada desapareció para siempre de mi admiración. Pero fue uno de los momentos más intensos en Japón.

Alcancé Tokio de regreso y todavía me quedé dos días para gozar de su vida tremulante, y ya no quedaba tiempo suficiente para conocer el norte, que me juraba conocer en otro viaje. Estaba fascinado por Japón, la gentileza de su gente, la limpieza de sus calles donde ni un papel ni una colilla logré encontrar.

Vagaba en los recuerdos, contaba a mi alma la suavidad de mis recuerdos y me enfrentaba a la sabiduría del budismo que me llevaba a meditar. Estaba feliz, conquistado y listo para contar cuanto disfruté de Japón a quién quisiera escuchar.

 

 

Texto: Patrick Monney ± Foto: Getty, Images / Patrick Monney / ©JNTO