Llegamos de noche al aeropuerto de Tel Aviv y eran las cuatro de la madrugada cuando el taxi corría por una autopista que se hundía dentro de unas colinas anónimas, bañadas por el aire seco e insólito. Jerusalén surgió como una visión, la puerta de Damasco abierta en la muralla, desolada, imponente, una invitación al misterio. Al entrar en el American Colony Hotel, el olor a jazmín me invadió para crear un valor lenitivo dentro de lo incógnito, y la fiebre por el deseo de descubrir esa tierra histórica donde judíos, cristianos y musulmanes reclaman sus lugares santos.

 

Jerusalén, a través del tiempo

La luz de oriente pintaba las blancas piedras de la muralla cuando me acerqué a ella, obra de Suleyman, el Magnífico en 1542. Para evitar el tumulto del bazar de ese enclave histórico, escogí la Puerta Nueva, que me llevaba al barrio cristiano donde se saborean los pasos del tiempo. Me perdía por los callejones tranquilos donde las tiendas vendían reliquias cristianas, curas y sacerdotes ortodoxos paseaban en busca de las iglesias escondidas en las calles tormentosas. Disfruté un jugo natural de granada mientras sentía las ondas que emanaban de las viejas piedras de esa ciudad, que ha visto la historia del mundo pasar.

 

 

Alcancé un ruidoso callejón congestionado de gente, tiendas de artesanías baratas, frutas y pasteles y me escapé por otro callejón misterioso. Una iglesia abría su puerta, una mezquita alzaba su mi-narete y yo deambulaba desorientado por un pasaje angosto. Una gran iglesia surgió, arrinconada, animada por una muchedumbre que penetraba en sus entrañas: era el Santo Sepulcro.

Lamentos, un olor a vela y una sorprendente fuerza emanaban de ese sitio, donde la gente lloraba sobre la piedra donde lavaron a Cristo, esperaban su turno para entrar al sepulcro y tocar la piedra que había recibido su cuerpo, besar la piedra donde la cruz estaba alzada, llorar de emoción en donde lo clavaron, transtornados por la fuerza del misticismo mientras un rayo de luz alumbraba el Gran Domo como un filamento que unía la pasión, el fervor, la historia y la leyenda.

 

 

 

Deambulando por los callejones, descubría los bazares hasta llegar a la explanada del Muro de los Lamentos. Pasando el control de seguridad, me integré a la muchedumbre de hombres Hasidim (extremistas ortodoxos) vestidos de negro con sus sombreros, largos sacos, barbas y peyot (largos rizos), inclinándose hacia el imponente muro de piedras, retacado de papelitos injertados dentro de los espacios entre las piedras ocres. Unos le murmuraban, otros le leían la Torah, algunos le lloraban, todos le rezaban, unos soldados se apoyaban en él como para jalar alivio.

Tocando la piedra, mis dedos sentían como si ese muro vibrara con enigma. ¿Será posible que tanta energía producida por infinitos susurros a lo largo de los siglos haya cargado la piedra con energía? ¿Será posible que esa fuerza que la piedra haya almacenado se reflejase? La noche apareció desde el oriente, el muecín cantaba la hora del rezo para los musulmanes, cuya mezquita sagrada del Domo Dorado se encuentra justo arriba del muro, y las estrellas admiraban los pasos de la historia mientras me perdía en los mismos callejones que vieron pasar a Cristo o el rey Salomón.

 Dediqué los días a impregnarme de los olores de la ciudad y sus mercados. Desde lo alto del Monte de los Olivos admiré Jerusalén con los campanarios y torres de mezquitas, observando la Puerta Dorada obstruida por los musulmanes que creen que por ella entrará el Mesías. Los olivos adornan los cementerios cuyos muertos serán los primeros en ser revividos en el Día del Juzgamiento con el regreso del Mesías, y al pie del monte, visité los olivos milenarios del intrigante jardín Gethsemane, cuyos troncos tormentosos hablaban del pasado.

 

 

La iglesia del Padre Nuestro protege la piedra en la cual Jesús enseñaba los rezos y la supuesta tumba de la Virgen María, construida por los cruzados en el siglo 12. Es una intrigante iglesia ortodoxa donde las múltiples lámparas adornaban el aire repleto de olor a incienso.

 Al pasar por la Puerta de San Stephen o de los Leones, seguí la Vía Dolorosa, el camino de Jesús hacia su crucifixión, visitando las estaciones, marcando mis pasos sobre las huellas de los que lo vieron pasar, sintiendo las lágrimas que rebotaron sobre la piedra. Desemboqué al Santo Sepulcro, lleno de fervor religiosa y recorrí el bazar hasta llegar al muro. Era jueves, día de Bar Mitzvah y los niños de 12 o 13 años cargaban la Torah, el libro sagrado que contiene los 613 mandamientos de Dios, bailaban, cantaban, rezaban, se abrazaban y besaban con lágrimas de emoción, y las mujeres observaban a sus hombres desde el recinto reservado a su uso. Las Shofar (cuernos de Ram) sonaban, los gritos retumbaban sobre las piedras del muro, dejándome atónito, envuelto en esa tormenta de festejos.

Caminando por la muralla, descubrí la estupenda puerta de Jaffa protegida por la Ciudadela y la Torre de David, y pasé por la Puerta de Zion, famosa por el dramático asalto de los judíos en la guerra árabe-israelí de 1948. El callejón que olía a cipreses  llevaba a la iglesia de la Dormición. Aquí la Virgen María “cayó en el sueño eterno” y en la cripta, una soberbia escultura la representa dormida con su cara en marfil.

 

Rincón del pasado

Muy cerca, entré en una extraña ex mezquita donde se halla en la parte baja la tumba del rey David, uno de los lugares más sagrados de peregrinación judía, y arriba se encuentra la supuesta sala de la “Última Cena”, construida por los cruzados sobre el sitio original, convertida en mezquita, retomada por El Vaticano. En el mismo edificio, como por magia, se unen en armonía las tres religiones que adoran al único Dios.

 

 

 

 

 

Finalmente penetré en el recinto musulmán del Haram Ash-Sharif. Se sitúa en el monte Moriah donde se hallaba un roca en la cual Dios juntó la tierra para crear a Adán y donde  Abraham se aprestaba a sacrificar a su hijo Isaac por orden de Dios, que quería comprobar su fe y el niño fue reemplazado por un borrego al último momento.

Salomón construyó el primer templo en más de siete años y lo consagró al colocar el Arca de la Alianza en él. Destruido por Nabucodonozor en 586 a.C., se reconstruyó en 515 a.C. y el rey Herodes elevó el muro para rellenar y crear la plaza nivelada. Los romanos lo destruyeron y edificaron el templo dedicado a Zeus, luego transformado en iglesia.

El profeta Mahoma anunció a sus discípulos que en una noche había visitado el Monte para rezar y al día siguiente ocurrió la Miraj (la Asunción al paraíso para unirse con Alá). Entonces el templo se volvió el tercer lugar sagrado para los musulmanes, después de La Meca y Medina, y se edificó el Domo de la Roca con su cúpula dorada en 688 d.C., para cubrir la famosa roca.

En ese recinto se alzan la mezquita Al Aqsa, el Domo de la Cadena con sus hermosos mosaicos, el Domo de la Asunción, donde Mahoma rezó antes de ascender, un hermoso Minbar o púlpito de piedra y las puertas monumentales. El viento con olor a ciprés envuelve el misticismo que surge de cada piedra, arco o muro mientras el Domo Dorado brilla como un faro religioso. Las leyendas se mezclan con los hechos históricos, los vestigios no saben a quién pertenecen y los hombres respetan el silencio.

 Jerusalén es también una invitación a descubrir los callejones del Barrio Musulmán, las escondidas iglesias rusas, armenias, el Monasterio etiope, la iglesia de San Juan Bautista (la más antigua de la ciudad), los restos de los edificios mamelucos, El Soco, las sinagogas. En cada rincón se saborea el tiempo perdido en el pasado.

 

 

Rumbo a Galilea

Nos dirigimos hacia el norte, pasando por Jericó, cuya muralla fue destruida por el sonido de las trompetas según la Biblia. Bajando las verdes colinas que se vuelven áridas y amarillas, llegamos a ese valle donde corre el Jordán antes de desembocar en el Mar Muerto.

Al pasar el control israelita que cierra el paso a la ciudad más baja del planeta (260 metros bajo el nivel del mar) y la más antigua siempre habitada, me interro-garon, nos reímos y me desearon buena suerte como si entrara en el infierno.

Jericó es una ciudad palestina tranquila, aplastada por el calor y el aire seco que huele a hierbas. La gente nos miraba con sorpresa, querían conversar y se reían cuando les hablaba en árabe-marroquí. Hacia el norte, nos encontramos con la carretera destruida y tuvimos que tomar un camino tormentoso en plena Palestina rural, apacible, donde las mujeres se cubren la cabeza y los hombres trabajan la tierra. Otro control israelí nos anunció que salíamos del recinto palestino.

 El deseo de conocer Nablus, la ciudad de los 30 minaretes, nos llevó a cruzar las soberbias montañas, cubiertas de olivos, donde las aceitunas a punto de ser cosechadas, estallaban en verde o negro. La comunidad judía de los Samaritanos creen que del Monte Gerizim, cerca de Nablus, Dios cogió la tierra para crear a Adán. Un importante control israelí ce-rraba el paso y el soldado se río y me dijo: “puedes ir si quieres, pero no con ese coche porque te van a echar piedras. Aquí es un nido de terroristas y hay muchos riesgos. Tendrías que tomar un taxi desde aquí”. Poco convencidos, intrigados y desolados de ver Palestina tan bloqueada, decidimos regresar a la carretera 90.

Siguiendo el Valle del Jordán, con sus campos de dátiles y cultivos en medio del desierto, llegamos al Mar de Galilea. Visitamos el lugar sagrado donde el Río Jordán sale de ese gran lago y abordamos nuestra lancha. Su orilla está repleta de hoteles, restaurantes, playas privadas, camping, barcos y jet ski, bañistas, y se adorna de plantaciones de palmeras de dátiles y de viñedos, rodeados por montañas de color ocre.

 

 

 

 

 

Situado a 200 metros bajo el nivel del mar, con 55 kilómetros de circunferencia, es una importante reserva de agua de Israel, utilizada para casas y campos. Visitamos Tiberias, una ciudad creada por Herodes Antipas en el primer siglo d.C., donde las mezquitas cohabitan con las iglesias, las sinagogas, los manantiales de aguas calientes y tumbas sagradas de famosos rabinos como Maimonides, Meir Ba’al Hanes y Akiva.

Exploramos la tranquila Costa Este, y navegamos hacia el norte donde la orilla toma el tono verde de los pastizales. El Monte de las Beatitudes, donde Jesús dio su sermón, domina la región y abordamos en el sitio de la multiplicación  de los panes y peces, donde ahora se alza una pequeña iglesia con su soberbio mosaico que data del siglo V.

Capernaum, nuestra última etapa, luce las ruinas de una antigua sinagoga ricamente decorada y la casa de San Pedro donde vivía Jesús. Era como regresar en el tiempo gracias a esos muros construidos hace más de dos mil años y que señalan dónde y quién pasó por aquí. Es un lugar intrigante a la orilla del lago, cargado de la energía de las oraciones que lo han saturado durante siglos.

Seguimos nuestro recorrido en coche hasta llegar a Mizpe Hayamim, un hotel anidado en las montañas de la Alta Galilea, con vista hacia la Meseta del Golán, un elegante tipo de Kibutz que produce lo que consume en su granja. Con una suntuosa vista sobre Rosh Pinna y el Valle del Jordán donde se extienden los viñedos, el Mizpe Hayamim es un lugar de encanto en esas montañas dominadas por el Har Meron, el pico más alto de Israel con 1,208 metros, al pie del cual se encuentra la tumba de Shimon Bar Yochai.

 

 

Recorriendo el Norte: Nazaret y Acre

Por una carretera que serpentea por los montes, llegamos a  Nazaret, una ciudad imbricada entre las montañas, incomprensible y donde reina la gran cúpula de la moderna Basílica de la Anunciación, el edificio cristiano más grande del Medio

Oriente, que protege el lugar donde el Ángel Gabriel anunció a María su embarazo.

Los restos de la pequeña iglesia del siglo V construida sobre lo que fue la gruta-casa de María, es uno de los lugares más venerados y visitados por los cristianos. Invitan a meditar sobre la historia de esa aldea, que hoy vive al ritmo de su mercado y de los peregrinos.

Alcanzamos la ciudad de Acre o Akko, donde la parte antigua conserva su muralla mientras la parte moderna invita a gozar de las playas. Caminar por los callejones de la parte amurallada fue un placer, admirando cómo las olas del Mediterráneo brillaban con el sol mientras disfrutábamos de una exquisita comida de pescados y mariscos.

Reputada como una de las ciudades más antiguas construida hacia 1,500 a.C., lugar donde Hércules curó sus heridas, ha sido un puerto importante desde siempre, visitado por Alejandro Magno, Ptolomeo, romanos, musulmanes y cruzados. Principalmente árabe, es un verdadero laberinto de callejones y túneles que llevan a unos elegantes caravansérail, mezquitas, fuertes, iglesias, galerías de los cruzados, su colorido bazar invadido por el olor a pan y pasteles. Acre conquista por el ambiente lleno de olores a hierbas, flores y pescados.

 

 

Empezamos nuestra navegación por la costa, hacia el sur. Pasamos Haifa, el importante puerto con su aglomeración extendida en la falda del monte Carmelo, segunda ciudad de Israel. Las playas de arena se alternaban con zonas rocallosas, el mar lucía un color jade o turquesa, y llegamos a Caesarea, ciudad creada en 22 a.C. por Herodes para ser la capital con su puerto. Así fue durante siglos, como lo atestiguan su gran anfiteatro, su hipódromo, palacios, baños, sus pisos de mármol y sus elegantes columnas, su acueducto. Cambió de manos varias veces, entre árabes y cruzados, hasta ser abandonada en el siglo XIII. Sus dormidas ruinas transmiten un sereno sentimiento, imaginando la grandeza de esos almacenes comerciales y la elegancia de sus palacios.

 

Jaffa y Tel Aviv

Con una tranquila navegación alcanzamos Tel Aviv, la gran ciudad de los rascacielos alineados a lo largo de la costa, con sus largas playas de arena, sus hoteles y restaurantes, su ambiente de ciudad en perpetuas vacaciones. Desembarcamos en el puerto de Jaffa, la antigua ciudad árabe, un rincón de encanto dentro de la gran metrópolis y al pasear por sus antiguos callejones y escaleras, nos transportamos en el tiempo de Saladín, disfrutando esa tranquila ciudadela musulmana dominada por la torre de la iglesia de San Pedro, con el anfiteatro romano a sus pies. Sus casas tradicionales de color ocre conservan el encanto de antaño, su puerto pesquero le da su alma y su magia, unos hombres pescan desde el malecón.

En contraste, el tráfico de Tel Aviv asalta, sus avenidas modernas y sus jardines tranquilizan. Recorrimos la costera con sus elegantes edificios, el mercado Carmel con sus gritos y sus colores locales donde las aceitunas, pasteles, frutas, verduras y ropas cohabitaban, las calles tranquilas y sombreadas donde camina la gente vestida a la última moda, los centros comerciales y los bares llenos de jóvenes, las animadas calles Bialik, Sheinken, King George. Es la ciudad para divertirse, de bares, discotecas, de restaurantes en museos, de playa en cine. La gente no es religiosa como en Jerusalén, las terrazas de los cafés o pastelerías se llenan, judíos de todos orígenes, palestinos musulmanes y cristianos conviven en armonía.

 

 

 

Belén y Hebrón

Belén o Bethlehem, una de las ciudades más antiguas del mundo creada en el siglo 14 a.C., se encuentra en territorio palestino y el chofer judío me dejó del lado israelita del muro, un chofer cristiano me llevó al centro, quejándose de la poca afluencia de turistas, hasta llegar a la iglesia de la Natividad, al final de una gran explanada muy animada. Dentro de la misteriosa y oscura iglesia que data del siglo 12, adornada de imponentes columnas, una escalera nos llevó a la gruta donde nació Jesús. Lugar sagrado de los cristianos, en esas piedras retumban las voces de tantas misas navideñas que se han cantado en ese recinto.

Con un chofer palestino, Mohamed, nos fuimos por los viñedos entre las colinas palestinas, pasando los Check-point, y entramos a Hebrón por calles sinuosas, llenas de hoyos y obstáculos de cemento. Alí estaba a la puerta de su tienda frente a la cual nos estacionamos y nos invitó a tomar el té. Caminamos por los callejones del mercado para entrar al bazar completamente desierto, vigilado por soldados desde las ventanas más altas, las tiendas estaban cerradas y en la única abierta su dueño me suplicaba comprara algo. Llegamos a la mezquita de Ibrahim, sitio de las tumbas de los Patriarcas.

Asentada sobre la cueva de Machpelah, en esa intrigante mezquita se encuentran una sinagoga y los cenotafios de Abraham, Isaac, Rebeca, Jacob, Leah, se alzan al estilo mameluco,  patriarcas y símbolos del Judaísmo y del Islam, cuerpos de los que vivían en el antiguo testamento.

Después de visitar el soplador de vidrio, comimos en un restaurante típico palestino, tabule, kepe, pan, ensaladas, keftas, y regresamos a Jerusalén, atónitos, embriagados por la impresión de ese famoso Hebrón, centro de conflicto y lleno de paz religiosa con gente amable.

 

 

 

Masada y el Mar Muerto

Recorrimos las colinas áridas para llegar a Masada, ciudad fortaleza que se alza sobre un peñón en el desierto, dominando la orilla del Mar Muerto. Creada en 103 a.C., fue conquistada por Herodes en 43 a.C., para ser su refugio en caso de problemas con los judíos o Cleopatra y Marco Antonio.

Edificó dos lujosos palacios con albercas y una vista impresionante. El teleférico nos subió a la cima de la meseta, penetramos por la puerta de la muralla para admirar los restos de las calles, de las pinturas murales, las columnas, los baños, los palacios y villas, las cisternas y la espléndida vista sobre el valle del Mar Muerto. Una película nos concretizó la historia, encontrándonos con Herodes y Flavius Silva, el general romano que sitió la ciudad con ocho mil hombres, construyó una rampa para alcanzar la muralla y al entrar encontró a dos mujeres y cinco niños que habían sobrevivido al suicidio masivo de los habitantes después de quemar la ciudad. ¡Victoria amarga, derrota triunfal!

En el Mar Muerto, a 400 metros bajo el nivel del mar y con una concentración de sal de 350 g/litro, nadie navega pero la gente flota: observamos los cristales de sal depositados sobre las piedras por el viento, flotamos a gusto en ese mar que parecía un espejo y nos untamos de lodo cargado de minerales, benéfico para la piel.

Israel ha sido donada al pueblo judío y si los palestinos logran un día tener su país, si el Mar Muerto sigue sobreviviendo, si el mundo vive en paz, entonces podremos disfrutar plenamente de esa tierra, tesoro histórico del planeta repleto de vestigios. Es una invitación a recorrer los senderos de nuestra leyenda oficial, conociendo la gente, descubriendo los museos y ruinas, aturdidos al son de los mercados, gozando de un mundo fascinante.

 

 

Texto: Patrick Monney ± Foto: Patrick Monney.