Un hechizo de montes, mar y ciudades amuralladas.

Cuando descubrí Croacia, el tiempo se detuvo y me dejé impresionar por la fábula de los callejones y la nobleza de los edificios. Me sorprendió la majestuosidad de las montañas y los colores del litoral, me enfrenté a la sorpresa de recorrer un país desconocido, poco descrito y asombroso. Entonces escribí mi crónica de un viaje por un camino que trae los recuerdos de una guerra reciente y sanguinaria, fratricida, por los senderos de la historia que lleva casi 3 mil años dejando huellas en esa orilla del Adriático. Les invito a pasear por Croacia, una de las regiones más hermosa de Europa.

 

Zagreb

Zagreb me recibe a la luz de un día soleado, con un mercado animado y campanas que anuncian cada hora. Zagreb seduce, es una ciudad cariñosa que se descubre caminando por majestuosas avenidas y callejones medievales, y que cautiva por la calidez de su gente. El tranvía recorre el centro con su aire de antaño –de la Europa comunista tras la cortina de hierro– animando las suntuosas fachadas barrocas coloridas en amarillos, verdes o blancos. El Regent Esplanade es mi hogar en la capital, un hotel cargado de historia, auténtico palacio últimamente restaurado que conserva el estilo de su construcción en 1924, cuando recibía con lujo los viajeros del Orient Express.

 

 

 

La mañana es luminosa, los “dobardan” (buenos días) llueven a gusto y el frío sorprende. Zagreb se divide en dos partes: la Ciudad Baja, con sus elegantes jardines, y la Ciudad Alta, de aire medieval, que domina desde dos colinas. Donji Grad (ciudad baja) surge en el siglo XVIII con sus calles rectas a partir de Trg Josip Jelačića, plaza central emblemática, y sus edificios barrocos o neo-renacentistas. Con la cabeza llena de las palabras del escritor Ivo Andrić que describen las intrigas de las calles donde rechina el tranvía, deambulo por las avenidas Tornislava, bordeada por un hermoso parque donde surgen el Pabellón de las Artes y la Academia de Artes y Ciencias, delineada por un conjunto arquitectónico armonioso, y por la Masarykova, hasta llegar a la elegante ópera rodeada por otro parque.

Me fascinan las fachadas con sus místicas estatuas ornamentales, me seduce la avenida Ilica, la más comercial, con sus tiendas e imponentes edificios; me sorprenden los elegantes pasajes entre los que descubro la tienda Kroata Bravata, donde venden las más bellas corbatas, accesorio inventado en Croacia. El origen remonta a 1660, en el regimiento croata, cuando se impuso llevar en el cuello unos pañuelos de color para los oficiales. Cuando visitaron París, le gustó tanto al rey Louis XIV que se diseñaron unos para el regimiento real y se denominaron cravate, proveniente del vocablo crabete que significa croata. La moda pasó a Inglaterra, con todo tipo de patrones, inclusive con borlas y cordones, de tamaños diferentes. Esa prenda llegó a ser un signo distintivo entre las clases acomodadas en el siglo XX y hasta nuestros días: un buen traje luce más con una elegante corbata, refleja la personalidad de un hombre, su estado de ánimo y su carácter. La pinza de corbata fue inventada en Croacia en 1906 por Slavoljub Penkala.

 

 

 

Si bien la ciudad baja es un conjunto romántico como surgido de una novela de Dostoievsky, Gornji Grad (ciudad alta) es la memoria antigua de Zagreb. Originalmente eran dos pueblos medievales en dos colinas contiguas: Kaptol, que era obispado fundado en el siglo XI, y Gradec, ambos circundados por fuertes murallas, separados por un arroyo que hoy en día es un agradable callejón peatonal donde se alojan los cafés, plenos de gente. Las viejas casas de madera han sido reemplazadas por elegantes edificios barrocos... los restos de la muralla y los callejones me transportan en el pasado. La puerta de Piedra, antigua entrada de la muralla, se ha vuelto una institución importante debido a un singular hecho: en 1731 un incendio destruyó el portal de madera, pero quedó intacta la pintura de la Virgen con el niño pintada por un artista desconocido. Esto creó un mito, una leyenda que le confiere a la puerta poderes mágicos.

Hundido en la penumbra de ese callejón cubierto, observo cómo la gente prende velas, reza, haciendo que la tal puerta parezca una iglesia y en su fachada se entrona la estatua de Dora, heroína romanesca del siglo XVIII. Me impregno de los olores del otoño, el sol se esconde detrás de las primeras nubes, la luz baja, los edificios como el Sabor (parlamento) o el Banska Dvori (palacio presidencial) alzan su elegancia, y las placitas me llevan a la torre Lotrščak, edificada en el siglo XIII para proteger la puerta sur. Me dejo sorprender por una fuerte explosión: se ha disparado el cañón, como cada día en punto de la media noche. Zagreb retumba con ese fuerte cañonazo que conmemora la batalla contra los turcos. La leyenda dice que una munición disparada a esa misma hora, mató de pasada a un gallo. Los turcos que sitiaban la ciudad, viendo ese hecho, se desanimaron y renunciaron a atacar la ciudad.

 

 

La catedral de la Asunción de la Virgen María se impone a mis ojos con sus altas torres y su interior gótico, reestructurado con los años. El techo de la iglesia San Marco brilla con tejas de colores que representan el blasón medieval de Croacia y el de Zagreb; su cuerpo data del siglo XIII. Al entrar en la iglesia jesuita Santa Catarina, me impacta el estilo barroco y la belleza del altar, los estucos que datan de 1720 y sus medallones del techo, como un estuche misterioso al que me puedo integrar. Saboreo con esmero el placer de deambular por los puestos del mercado al aire libre de Dolac, comprando frutas secas o bordados. Los vendedores me sonríen, dobardan, dovidenja (adiós), y Hvala (gracias) son los únicos sonidos croatas que puedo intercambiar con ellos, pero las sonrisas y risas se entienden fácilmente.

Por la tarde me paseo de café en café, del Funk al Cica pasando por le Tabü. Observo cómo la gente se relaciona con alegría, platica, sonríe al extraño que soy, me preguntan de dónde vengo y se sorprenden de mi origen lejano. Fascinado por tanta cordialidad, desafío el frío para gozar de ese ambiente maravilloso y cálido, “cafeteando”, el pasatiempo favorito de los croatas. Zagreb es romanticismo con sabor eslavo.

En la tarde visito Mirogoj, uno de los cementerios más hermosos de Europa (se dice que en Zagreb los muertos tienen mejor alojamiento que los vivos). Entro en un largo pasillo cubierto con cúpulas y mármoles, construido en 1876 por le gran arquitecto Herman Bollé, que desde afuera parece una fortaleza y por dentro alberga tumbas monumentales con placas memoriales hechas con las mejores piedras. En el jardín las estatuas y los árboles le confieren una atmósfera dramática y romántica.

 

De Zagreb a Rijeka

Desde la ventana del Regent Esplanade observo la explanada de la estación de tren, revivo la época de los elegantes años 20 y veo que el cielo se ha encapotado. La nieve empieza a caer, la primera del año. Manejando por las avenidas envueltas en esa bruma nevada y melancólica, saboreando cómo los copos tiñen de blanco los parques, me dirijo hacia las colinas del este para recorrer uno de los pueblos más emblemáticos de la región central de Croacia: Samobor. Su discreto encanto brota de sus casas tradicionales coloridas, de su arroyo que atraviesa el pueblo, sus iglesias, su mercado y tiendas. La nieve está blanqueando las colinas boscosas que rodean el pueblo, el macizo de Samoborsko Gorje y el caserío aparece como una melodía de Ferdo Livadić, compositor que escribió en 1833 “Još Hrvatska ni propala” (Croacia no ha muerto todavía), la más famosa canción patriótica. Es un pueblo que se siente vibrar con corazón.

Llegando a Karlovac, antigua fortaleza construida en 1579 para resistir a los turcos, descubro su centro histórico con sus edificios barrocos y sus iglesias, y entro en un animado café para huir del frío. “Dobardan, Odakle si?” (Hola, de donde vienes) y la conversación empieza, con la cordial alegría que caracteriza a la Croacia central.

 

 

 

 

 

Pasando las montañas Velika Kapela, con picos de más de mil metros de altura, el paisaje se vuelve suntuoso, cubierto de nieve y de pinos, con aldeas sumergidas en la bruma, como escena de una novela del escritor Miroslav Kreleza. Después de un largo túnel, y bajando hacia el mar, la nieve deja de caer. La costa aparece con Rijeka, gran puerto industrial al fondo del golfo de Kvarner, repleto de islas, con majestuosos edificios de estilo austro-húngaro y famoso por su vida de cafés y discotecas. La vista desde el castillo de Trsat, fuerte del siglo XIII, pasma por su belleza y majestuosidad.

 

 

Península de Istria

Empieza entonces mi recorrido por la costa este de la península de Istria, cargada de una historia que viene desde el imperio romano, con sus pueblos y colinas que caen al mar. Opatija conserva las arrogantes residencias del siglo XIX, cuando era el concurrido lugar de veraneo del imperio austro-húngaro; los bosques de pinos llegan al mar verde cristalino. Disfruto el majestuoso recorrido por la costa del golfo de Kvarner, hasta que la carretera se interna en las montañas, donde descubro unos pueblos encantadores, hasta llegar a Pula, la antigua Polensium romana. Misteriosa e intricada por sus callejones y sus vestigios romanos, Pula vive al ritmo de su pasado. Unos novios se toman fotos en el grandioso coliseo mientras los invitados cantan y beben a su salud. Mientras esto pasa, la ciudadela vigila desde la colina los restos de la muralla romana, el arco del triunfo de Sergius, el templo de Augustus y la Catedral del siglo V, con su sarcófago romano en lugar de altar. Una lluvia fina cae sobre el pavimento mientras recorro los callejones. La ciudad se adormece en el frío mientras imagino la animación en tiempo de los romanos y el tumulto de turistas en el verano.

Rovinj me deja atónito. Puerto estrella de Istria y verdadero tesoro, tiene casas que clavan sus pies en el mar por el lado norte de esa perfecta península ovalada. El campanario de la iglesia domina ese escenario de cuentos, el puerto se encuentra protegido y los callejones invitan a descubrir sus misterios. Es el puerto perfecto, resguardado por 13 islas boscosas y bañado por aguas cristalinas que atraen a tantos turistas en el verano, especialmente a los adeptos al nudismo.

En la noche silenciosa bañada por un intenso frío, deambulo por los callejones donde se delinean unas sombras fugitivas y unos gatos solitarios, y me siento protagonista de un cuento donde el pueblo me pertenece. El olor salado del mar me trae imágenes de los ataques de los piratas que obligaron a Rovinj a pedir la protección de Venecia en el siglo XIII. A la luz del día, lo misterioso se diluye para dar lugar al encanto de un fabuloso pueblo de pescadores con su mercado, sus altas casas que dominan el mar, los callejones y las colinas boscosas que lo rodean. Recorriendo el interior de Istria descubro Pazin, olvidado en el tiempo y famoso por el abismo en el que se inspiró Julio Verne para concebir su novela “Viaje al centro de la tierra”.

 

 

 

 

 

De Rijeka a Split

Desde Rijeka hasta Zadar, la carretera sigue la costa árida del golfo de Kvarner, interrumpida por hermosas bahías, protegida por un magnífico escenario de islas y sembrada de encantadores pueblos pescadores como Bakar, Selce, Novi Vinodolski o Senj. Al pie de las impresionantes montañas Velebit, de más de 1,000 m de altura, el viento me sorprende con su fuerza, riza el mar Adriático que se refugia en pequeñas calas de aguas cristalinas. 

Surge Zadar, en Dalmacia septentrional, antigua colonia romana rodeada por una muralla del siglo XVI horadada por sus puertas, siendo la Puerta de la Ciudad la más monumental de todas. Sus callejones de trazo lineal encierran unas casas tradicionales y bonitas iglesias: San Donat (S. IX), circular al estilo bizantino, la más sorprendente de Dalmacia; la catedral Santa Anastasia (S. XII), de estilo románico, con su hermoso portal; y el monasterio franciscano con su iglesia gótica (1280). Conquistada por Venecia en 1202, amenazada por los turcos, bombardeada por los aliados en 1943 y por los serbios en 1991, Zadar se levanta a pesar de sus tantas cicatrices y me inspira una gran melancolía al caminar por los callejones de este gran puerto lastimado y majestuoso.

 

 

El sol alumbra con sus últimos rayos la bahía de Split cuando llego al puerto. Mi barco sale a las 8.30 pm, y descubro los suntuosos restos del palacio del emperador romano Diocleciano, los callejones y placitas de la ciudad amurallada. Un misterioso túnel, antiguo subterráneo del palacio, me proyecta al interior de un amplio corredor flanqueado de inmensas columnas: la ciudad se cuela al palacio. La catedral octagonal es el antiguo mausoleo de Diocleciano, unas columnas marcan dónde era el templo de Júpiter, adornado de esfinges traídas de Egipto. Los callejones desembocan en placitas o en puertas monumentales, campanarios y en palacios deslumbrantes. Los vestigios han atravesado muchas épocas para crear un conjunto ecléctico, intrincado como un libro de historia. Me fascina Split, me sorprende y me hechiza con su mar, que acaricia los siglos. 

Recuerdo la historia de Diocleciano, emperador romano de 284 a 305, nacido en Dalmacia en 245 de baja cuna. Enrolado en el ejército, llegó a ser jefe de guardia de Numeriano y gracias a su mérito fue proclamado emperador por sus tropas cuando estaba en campaña en Nicomedia. Instauró unas reformas importantes: creó un imperio absoluto de 96 provincias, permitió la recuperación de la agricultura, el comercio y la artesanía, y llevó a cabo la más dura persecución de cristianos, revitalizando la antigua religión romana. Construyó su suntuoso palacio en Split para retirarse hasta su muerte, en 313.

 

 

 

 

 

La isla de Hvar 

Después de 2 horas de navegación en “ferry” llego a la isla de Hvar, en una negra noche sin luna. Desembarco en el pueblo de Stari Grad, una isla casi desconocida que de tan soleada que es, los hoteles otorgan a los huéspedes un descuento si les tocan días nublados. Los faros del auto escinden la oscuridad durante 15 Km de curvas que terminan en el pueblo desierto de Hvar. Ni un alma, excepto un taxista que me explica que debo dejar el auto y seguir a pie hasta el hotel. Preocupado, deambulo con mi maleta a lo largo del puerto pesquero. El Hotel Adriana me recibe con maneras suntuosas y su diseño minimalista, donde el neón está al servicio de la elegancia.

La mañana me impacta: el cielo es azul brillante y abro mis persianas sobre uno de los lugares más encantadores que he conocido: este pequeño pueblo de casas blancas con los campanarios que se alzan a la orilla del mar transparente donde flotan las lanchitas, al pie de la colina dominada por la fortaleza. Hvar es un pueblo de cuento, como todo marinero sueña: interpretado por cada escritor para que sea el escenario de sus novelas, inventado por todos los pintores del mundo como Edo Murtić, admirado por cada uno de sus visitantes y elegido por la Jet Set como nuevo destino, atrae de todo el mundo gente, yates y veleros en el verano.

 

 

 

Una muralla del siglo XIII abraza y protege al pueblo medieval de callejones empedrados que acarician los palacios góticos; el paseo marítimo coquetea con el mar y sus calas y las terrazas se llenan poco a poco. Los pescadores regresan y asan el pescado en sus lanchas con braseros de carbón, las campanas de la catedral tocan, el monasterio franciscano domina una pequeña cala de agua cristalina y por los callejones subo hacia la fortaleza construida como defensa contra los turcos y consolidada por los venecianos. Hvar es un gran seductor que cautiva, me encierra en sus entrañas y no puedo sino dejarme conquistar por su divina perfección.

Recorriendo la única carretera entre pinos, olivos, lavanda y romero, me rindo ante la belleza de la isla montañosa adornada por pequeñas calas. Visito los maravillosos pueblos de Vrboska con su iglesia fortificada y su puerto, Jelsa con su cerrada bahía rodeada de un bosque de pinos y lindos edificios que miran hacia las montañas nevadas del continente. En la punta este de la isla, alcanzo el puerto de Sućaraj, una joya donde las aguas tranquilas replican los edificios coloridos, mientras disfruto de un pescado horneado.

 

 

El ferry me lleva al continente en media hora de un atardecer cuya luz desaparece alumbrando como despedida las montañas con sus colores rojizos. La oscuridad me guía, pasando por una parte Bosnia-Herzegovina. Recuerdo entonces los últimos acontecimientos que han marcado esa región, en particular la última guerra. Después de 40 años de comunismo y a consecuencia de la caída del muro de Berlín, Croacia celebró unas elecciones libres con miras a su independencia de la Federación Yugoslava. El referéndum de mayo de 1991 dió 93% a favor de la independencia, que fue declarada el 25 de junio de 1991. Pero los 600 mil serbios que vivían en Croacia pidieron su autonomía, pretexto que tomó el ejército popular yugoslavo para invadir la región.

Seis meses de guerra provocaron muchos desplazamientos y la muerte de 10 mil víctimas. El  cese al fuego fue declarado el 3 de enero de 1992. En enero de 1993, el ejército croata invadió la Krajina hasta Split, pero los serbios no reconocieron esa ocupación y empezaron una “purificación étnica”, dejando solamente 900 croatas en Krajina. En mayo de 1995, Croacia invadió Eslavonia occidental, a lo que los serbios contestaron bombardeando Zagreb. Croacia se instaló en Krajina y los serbios huyeron. Los acuerdos de Dayton firmados en París en diciembre de 1995 reconocieron las fronteras de Croacia tal cual están ahora.

 

Dubrovnik 

Desde el hotel Villa Argentina descubro Dubrovnik, la ciudad fortificada que ilumina una tímida luna. En ese peñón, los habitantes de la antigua Ragusa, perteneciente al imperio bizantino, decidieron construir una imponente muralla para protegerse de las invasiones bárbaras y en el siglo IX resistieron durante 15 meses el asalto de los árabes. Se creó entonces Dubrovnik y el canal que separaba dos aldeas se rellenó para crear la Placa, la calle central. A partir del siglo XII era un importante puerto comercial y la celosa Venecia la sometió y dominó durante 153 años. Se integró al reino Húngaro Croata en 1358, conservando su independencia comercial y en el siglo XV se creó la República Ragusina. Un terrible terremoto en 1667 destruyó los monumentos del renacimiento y su reconstrucción se hizo con un estilo barroco uniforme. En 1806 las tropas de Napoleón Bonaparte invadieron la ciudad, que cayó y fue anexada al imperio austro-húngaro en 1815. Potencia marítima de antaño, hoy sobrevive gracias al turismo.

Sin resistirme al demonio llamado “explorador” que me habita, me lanzo a caminar por los callejones de la ciudad, pasando la puerta fortificada de Ploče para penetrar en un mundo medieval habitado por los fantasmas de la noche, deslumbrante por el brillo de su pavimento, adornado por sus iglesias. Descubro, invento unos caminos ilógicos, me pierdo en los rincones y callejones, saboreo la belleza.

 

 

 

 

A la luz del sol brillante, mis pasos siguen la magia de las callejuelas, el olor a sortilegio y la fascinación del entorno. La majestuosa puerta Ploče me invita a pasar y descubrir el monasterio dominicano con su claustro florentino, la recta Placa (calle central) adornada con las mejores tiendas, el palacio Sponza (siglo XVI) mira la encantadora iglesia San Blasco, la Catedral barroca domina el escenario desde lo alto de sus escalinatas, el monasterio franciscano esconde su hermoso claustro del siglo XIV con sus columnas geminadas cuyos capiteles representan personajes o animales.

La puerta Pile me impresiona por su fuerza, pero me dejo llevar por la fascinación al pasear por la potente muralla que hunde sus pies en el mar y protege la ciudad de sus montañas. Adornada por torreones y fuertes, encierra las casas de techos rojos como una madre abraza a sus hijos. Dubrovnik ha sufrido a lo largo de los siglos y me sorprende verla tan bella, tan perfecta, tan seductora, como surgida de una novela romántica diseñada por el más lunático de los cuentistas. Comer los platillos típicos, beber, platicar con la gente, disfrutar de las terrazas, es el encanto de la vida en la majestuosa Dubrovnik, ciudad que tiene un antes y un después.

Dentro de la tormenta de la guerra civil, Dubrovnik recibió entre 1991 y 1992 más de 2 mil obuses que le provocaron graves daños al 68% de sus 814 edificios. Dos de cada tres techos fueron destruidos, fachadas y pavimentos recibieron 314 impactos directos, 111 la muralla, los palacios históricos y las iglesias habían sufrido un daño severo. Me fue imposible encontrar las tejas color miel, porque la fábrica había cerrado; se reemplazaron con tejas rojas de Agen (Francia) y de Eslovenia. Cuando no era ya viable obtener la piedra blanca de la agotada cantera de Vrnik, se importó piedra similar de la isla de Brač. Como resultado de una labor esmerada, Dubrovnik luce su esplendor original: la muralla parece intacta, los pavimentos son como antes, los palacios, iglesias y fuentes relumbran igual después de las cuidadosas restauraciones.

 

 

Montañas y campos

El camino de regreso me lleva por sorprendentes paisajes: la costa de Dalmacia meridional, con sus altas montañas que se arrojan al Mar Adriático sembrado de islas. Los puertos adornan la costa rocallosa y el pueblo fortificado de Ston vigila sus criaderos de ostras. La carretera sube montañas para descubrir unos valles escondidos con pueblos inmersos en el frío otoño. Descubro el Parque nacional de la Krk con su cañón, su monasterio de Samostan Visovac (siglo XIV) que se refleja en la superficie del lago al pie del acantilado, y el pueblo olvidado de Šibenik. Alcanzo las hermosas planicies donde la nieve ha cubierto ya los llanos y montes, llego al Parque Nacional de Paklenica, con su bosque nevado y sus lagos de aguas cristalinas de color turquesa. Me siento Dr. Zhivago y Boris Pasternak me inventa un trineo para pasear dentro de ese maravilloso bosque que brota con cuentos, duendes, cascadas en mi imaginación de cuento eslavo.

De regreso a Zagreb, en el cálido hogar del Regent Esplanade me siento acogido como parte de la familia. Mi avión despega y Croacia se queda, pero me ha conquistado con ardor. Croacia es un fascinador natural. Me he dejado llevar por el hechizo de sus pueblos y la majestuosidad de sus paisajes, por el encanto de su gente y lo acogedor de sus cafés, la belleza de sus costas e islas. Este pequeño pero excepcional país me ha impresionado por su grandeza. Es un secreto bien guardado en el corazón de Europa.

 

 

Texto: Patrick Monney ± Foto: © Dreamstime / © 2012 Oficina Nacional de Turismo de Croacia / jaloisiosoares / Patrick Monney